Cuando internet nació, como todo, era silvestre, amable; una llanura de buen clima que permitía circular por cualquier lado. No había tantas restricciones ni vueltas. Ibas a navegar por un rato, nada más. Chatear un poco en el MSN, cambiabas tu nombre, ponías algo en tu estado o dejabas que otros miren la música que estabas escuchando. Apagabas la computadora y listo, todo ese mundo quedaba encerrado lejos, en el horario laboral o como parte del ocio.

El secreto: había que ir a ese mundo. Es decir, estaba en otro lado, uno podía abandonarlo, porque era externo a nuestra temporalidad. Era prescindible. Te ponías a leer un libro o mirar la última película de Woody Allen (antes a las personas les gustaba mucho Woody Allen eh, hasta lo leían en The  New Yorker), veías la revista del cable o esperabas a ver qué daba Función Privada para ver algo de “cine arte”. Después te juntabas en un café o ibas a ver algo y ahí, recién ahí, comentabas, si daba, que estabas leyendo el último de Saer o de Soriano o que habías visto…

Apagabas la computadora y listo, todo ese mundo quedaba encerrado lejos, en el horario laboral o como parte del ocio.

Ahora todos esos pasos hasta el bar y hasta la conversación, si da, de lo último que uno está leyendo ocurre, pero a la persona que uno le cuenta ya sabe, ya lo leyó en una red social, que ya compartimos. La mediatización de lo que nos pasa, de lo que hacemos nos corta un poco la conversación. Todos lo vimos, todos nos enteramos.

En realidad, hay que corregir: la conversación (siempre pública hoy en algún punto) no se corta, sino que está ampliada a niveles que no podemos abarcar. Lo que estás leyendo o lo que almorzaste lo sabe tu amigo y un desconocido. Somos un eslabón, apenas. Antes, digamos hasta los 90, las formas de intercambio tenían que ver con cierta espacialidad. Primero, las cosas tenían que llegar a nosotros: el fotoperiodismo era muy importante, porque te mostraban los rostros de los protagonistas, camisetas, estadios, políticos, etc. Eso, una vez a la semana, de la mano de un editor y todo el proceso de editorial. Segundo, nosotros teníamos que ir hacia las cosas: expresarse, hablar… el café, el bar, el centro cultural, la facultad, la oficina, la calle, la lectura de poesía en el bar de La Tribu. Hoy Twitter, por poner el ejemplo de una red social, es la mezcla de todos aquellos intercambios que se daban por separado. 

Hoy lo que vivimos es lo que José Luis Fernández llama postbroadcasting: una tensión entre el modelo de medios emitiendo y esta época llena de emisores. De ahí que el panelismo sea una de las formas de ser en la escena pública. La notoriedad nos llega por el exabrupto. ¿Por qué? Porque la batalla es por nuestra atención. Estamos dispersos porque nos tironean de todos lados. Si antes el efecto era la alienación, hoy es la insoportable dispersión.

No obstante, lo que se ha creado es un mundo casi autónomo, que tiene que ver con las redes, pero va más allá. El banco, la billetera virtual, el QR para todo, etc… Como todo nuevo mundo tiene sus reglas pero sobre todo tiene sus modos de entrada y de salida. El acceso es todo. Recordemos lo silvestre, lo amable de la red en sus inicios. No tenía mayores dramas porque era un fragmento pequeño de la vida. Ahora no. La vida es estar en línea y es dar las llaves (el mail, el teléfono, la tarjeta) para ingresar. Loguearse, registrarse, dejar la huella que estuvimos ahí.

La batalla es por nuestra atención. Estamos dispersos porque nos tironean de todos lados. Si antes el efecto era la alienación, hoy es la insoportable dispersión.

Este nuevo mundo no es un lugar de hospitalidad, donde uno pueda ser invitado mucho tiempo. Vivimos en un sistema de oferta fragmentada donde nada alcanza. Allá en los 90, época que volvemos una y otra vez por el cambio radical que produjo, uno podía pagar “el codificado”, por ejemplo, y veía todos los partidos de fútbol. Hoy no. La oferta está fragmentada en plataformas: si querés ver a Messi tenés que pagar Apple Tv, la Copa libertadores, Star +, si… bueno así.

Acceder para existir ya no como emisor (que también, como Twitter o Threads) sino como mero espectador. El viejo internet silvestre fue reemplazado por una selva de suscripciones y restricciones. Como habían planteado viejos teóricos uno de los problemas del capitalismo es la tasa decreciente de ganancia. Te cobran más por lo mismo o menos cantidad.

Logueo y cookies hacen que nuestros datos estén regados por todo el mundo. Todo lo que hacemos es una traza. Cualquier cosa minúscula, un tipeo, algo que buscamos al azar formará parte de un conjunto masivo de datos, que servirá para fines comerciales o políticos, vaya uno a saber. Somos tan minúsculos. Un nuevo mundo de huellas e inseguridad. Ya no es solo una contraseña, es un código, un token, otra verificación. Hemos trasladado todo -dinero, fotos, recuerdos, textos, etc. etc.- a un lugar menos confiable. La aldea global era esto.

Sobre el autor

Juan Di Loreto es Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA) y Bibliotecario (Biblioteca Nacional Mariano Moreno), ejerció como docente en Comunicación y Ciencia Política (UBA). Con el foco puesto en el cruce entre el arte, la comunicación y la filosofía colaboró en publicaciones académicas, periódicos y revistas de Buenos Aires y el interior de Argentina. Actualmente se desempeña como Bibliotecario en la Universidad de Palermo (Buenos Aires); colabora en Panamá Revista y ANDigital como ensayista, e ilustra en elDiarioAr.

*Artículo originalmente publicado en Revista Panamá el 8 de julio de 2023


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